POLLITOS
Ya me direis a qué niño no se le ha ocurrido pedir a sus padres tener una mascota para él.
Puede ser un perro, un gato, un hamster, un pato o como me pasó a mi, un pollito.
Lo que me provocaba una y otra vez pedir a mi madre que me comprase uno, era una pequeña tienda que había en la plaza de Manuel Becerra, en Madrid, cuyo escaparate estaba a pie de calle, o sea a mi altura. Siempre que pasabamos por allí, indudablemente, me paraba a mirar esa colección que exhibían, terminando siempre con la petición: Mamá, me compras un pollito?
Y así una vez y otra, hasta que ya por fín accedió a comprar uno.
Para mi fué una gran alegría, pero el problema se le planteaba a mi madre. ¿Dónde podemos poner el pollo?
Como era invierno, se le preparó en una caja de esas de cartón de los zapatos, el habitáculo ideal para que estuviera. Hasta ahí, de momento bien, porque el pollo era aún pequeño y no le había enseñado su mami a saltar y salir de allí, pero el instinto lo tienen muy desarrollado y pronto empezó a saltar y salir de la caja.
Lo curioso era que se dirigía, sorteando tantos obstaculos como hubiese, a ponerse al lado de mi plato, donde picoteaba la comida. A mi madre eso le parecía una guarrería y cogia al pollo poniendole de nuevo en su caja, pero él dale que dale, seguía saltando y poniendose junto a mi plato. Así hasta que mi padre dijo a mi madre, déjale que de ahí no pasa, no ves que está con la niña?
Así fueron pasando los días y llegó el día en que ocurrió una pequeña tragedia.
No os he contado que para que el pollo no tuviese frio, su caja la habían colocado junto a esa cocina de hierro que teníamos, pegada a la chimenea del tiro, por lo tanto estaba asegurada la buena temperatura.
En el hábito qua ya tenía el pollo, saltó y con la mala suerte de ir a caer a una sartén con aceite que estaba calentandose para poder freir unas patatas. No digo cómo salió el pobre, diría que volando, aunque aún no sabía, pero huyó como alma que persigue el diablo.
Aún así su objetivo era claro, quería ir a mi lado, junto a mi plato.
Tuvo suerte y no se achicharraron sus patitas, pero el susto nos lo llevamos todos. Había que buscar otro sitio para poner su caja y que no volviese a pasar lo mismo.
En esa época, enfermé teniendo que estar en la cama y mi madre no quería ni de broma que metiera al pollo allí.
El pobre la seguía buscandome y solo una vez le echó de allí, al día siguiente, se escondió debajo de la cama y cuando mi madre abandonaba la habitación, salía y yo le cogía.
Todo marchaba más o menos bien, hasta que un día llegó la tragedia. Mi amigo plumifero andaba por la casa como quería, hasta que un día, llamaron a la puerta, se produjo corriente y se cerró la puerta de la cocina de golpe, aplastando al pobre pollo.
Así que ahí se terminó la historia del pollito.